Poco
segundo después una elegante señora, me alertó: “¡cuidado!, su
hijo perdió un zapatito”, “Gracias-respondí. Pero yo se lo
saqué”. Algunos metros más adelante, el portero de un edificio de
garaje, de sonrisa tímida y palabra corta, movió su cabeza en
dirección al pie de Mateo, diciendo en tono grave: “el zapato”.
Levantando el dedo pulgar en señal de agradecimiento, continué mi
camino. Antes de llegar al supermercado, doblando la esquina de
la Avenida Nossa Senhora de Copacabana y Rainha,
me encontré con Elizabeth, una surfista, igualmente preocupada con
el destino del zapato.
En
el supermercado, las llamadas de atención continuaron. La
supuesta pérdida del zapato de Mateo no dejaba de generar
diferentes muestras de solidaridad y alerta.
Llegando
a nuestro departamento, Joao, el portero, haciendo gala de su
habitual exageración, gritó despertando al niño: ¡Mateo! Tu papá
perdió de nuevo el zapato”.
El
sol tornaba aquella mañana especialmente brillante. La preocupación
de las personas con el paradero del zapato de mi hijo, aunque
insistente, le brindaba un toque solidario que la hacía más alegro
o, al menos, fraternal. Sin embargo, una vez a resguardo de las
llamadas de atención, comenzó a invadirme una incómoda sensación
de malestar.
Río
de Janeiro es, como cualquier gran metrópoli latinoamericana, un
territorio de profundos contrastes, donde el lujo y la miseria
conviven de forma no siempre armoniosa. Mi desazón era, quizás,
injustificada: ¿qué hace del pie descalzo de un niño de
clase media motivo de atención y circunstancial
preocupación en una ciudad con centenas de chicos descalzos,
brutalmente descalzos? ¿Por qué, en una ciudad con decenas de
familias viviendo a la intemperie, el pié superficialmente descalzo
de Mateo llamaba más la atención que otros pies cuya ausencia de
zapatos es la marca inocultable de la barbarie que supone negar
los más elementales derechos humanos a millares de individuos?
La
pregunta me parecía trivial. Sin embargo, poco a poco, fui
percibiendo que aquel acontecimiento encerraba algunas de las
cuestiones centrales sobre las nuevas (y no tan nuevas) formas de
exclusión social y educativa vividas hoy en América Latina. Y esta
sensación, lejos de tranquilizarme, me perturbó todavía más.
Aquella
mañana, el sol tenía un brillo especial. Quizás lo fuera por la
risa de Mateo que, ya despierto, me invitaba a revolearme con él, a
morderlo, a besarlo, a cantar.
Traté
de imaginar qué tipo de sociedad iba a tener la suerte (o la
desgracia) de conocer. No lo sé… Espero que sea una que le permita
distinguir la diferencia entre dos pies descalzos, y a sentir
vergüenza al descubrir que, muchas veces, sólo somos capaces de
percibir la existencia de aquel que supuestamente perdió el zapato.
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